Madre coraje por vocación
La progenitora de cuatro niños ucranianos acogidos por familias de la Comunidad les visita para darles las graciasNazaruk, madre de cuatro niños ucranianos acogidos por familias de la Comunidad les visita para darles las gracias
La cara de Irina Nazaruk es sinónimo de serenidad. Sólo el pelo, blanqueado por el paso de la vida, delata su madurez. Su mirada conserva un brillo especial que, pese a la edad, recuerda que la mujer que tenemos ante nosotros ha sido muy guapa y todavía conserva esa belleza. Pero la de Irina, sólo es una bonita fachada para un interior espectacular donde, desde muy joven, siempre ha habido hueco para la solidaridad.
Artem, uno de sus hijos de acogida, lo sabe perfectamente. El joven esconde su timidez tras unas enormes gafas de sol que le cubren gran parte de la cara. Tiene 17 años. Sentado en la terraza de un bar salmantino cercano a la catedral nueva escucha con atención las palabras de su madre con la que, de vez en cuando, bromea en su idioma natal, el ucraniano. Quienes asisten a la escena no entienden ni una sola palabra pero comprenden que no hay malicia en el diálogo entre el chico y la mujer porque a ella se le iluminan sus enormes ojos azules cada vez que el chaval plantea una ocurrencia.
Después de debatir, entre risas, logran recordar que son ya seis las ocasiones en las que Artem ha viajado a España. La última para quedarse. Gracias a su más que correcto castellano, su capacidad para integrarse y su idilio con un país que le conquistó por la calidez de su gente, Artem ha podido estudiar este curso en Valladolid y, entre dientes, recuerda que los exámenes están a la vuelta de la esquina.
Por suerte, el calor no le gusta demasiado y podrá refugiarse del sol en casa mientras da los últimos repasos. Le fascinan la electrónica y la mecánica. La Formación Profesional planea sobre su futuro y, los más optimistas, vaticinan que, si una retirada temprana no lo remedia, algún día le veremos apretando las tuercas y comprobando la telemetría del Ferrari de Fernando Alonso. Se limita a sonreir. Tiempo al tiempo.
Ningún reto es descabellado cuando la vida te ha dado una segunda oportunidad. Artem era uno de los 70.000 niños recluidos en los orfanatos de Ucrania. Pero no era uno más. Es el mayor de cuatro hermanos. Todos abandonados, todos a la espera de un ángel que les cambiara la vida. Y el milagro sucedió.
“Lo tenía dentro”
La mujer que ahora le acaricia la mano sin perder en ningún momento la sonrisa está convencida de que su vida hubiera sido mucho más desgraciada si no hubiera hecho caso de una poderosa llamada interior. Irina había dado a luz siete veces. Tras su último parto enviudó. Lejos de recluirse a dejar pasar la vida junto a los hijos biológicos que aún viven con ella, hizo caso de sus sentimientos. “Lo tenía dentro y debía hacerlo”, asegura convencida de haber dado el paso correcto mientras Artem, en silencio, la mira de reojo disimulando el orgullo que siente hacia la mujer que le rescató del abismo junto a Vitaly, Vladimir y Dimitry.
En ese castellano que su madre no puede comprender reconoce estar feliz en España, tanto que sueña con traer pronto a sus tres hermanos e iniciar juntos una vida en esta Castilla donde, cuando el frío aprieta, llega a sentirse como en casa. Si le entendiera, pese a la pena de tenerles lejos, Irina estaría de acuerdo porque sabe que aquí los chicos son felices.
Invitada por una de las familias de acogida de las que integran la asociación ‘Ven con nosotros’, ha pasado en Valladolid una semana comprobando en persona que las maravillas que los niños le contaban de regreso no eran exageraciones. Siete días dando gracias por miles de gestos solidarios desinteresados de familias “que dan amor, cariño y parte de su alma”. 35 chavales ucranianos pasarán este verano en la región e Irina sabe perfectamente lo que cuesta, en todos los sentidos, criar a cada uno de esos pequeños. “Todo lo que aquí les dan, yo no puedo dárselo allí”, reconoce y, mirando a Artem, confiesa su satisfacción por las expectativas que a su hijo se le abren por estudiar en España.
Las cosas, por suerte, han evolucionado en Ucrania. Lejos quedan ya aquellos años en los que, aún veinteañera y junto a su difunto marido, decidió revelarse contra la situación de los huérfanos y acoger a dos chicos y dos chicas cada fin de semana. Era lo único que permitía aquel estado que el mundo aún conocía como Unión Soviética, pero Irina siempre tuvo claro que “cualquier familia puede dar más a estos niños que un orfanato”. Deseaba adoptar, pero se topaba con la burocracia que no entendía como una madre de familia numerosa mantenía intacto su instinto para hacer felices a los más desfavorecidos.
Al morir su marido, la adopción se antojó imposible pero la vía del acogimiento era una opción e Irina no se lo pensó. A finales de los 80 el mundo seguía mirando a un país que languidecía bajo la nube radioactiva de Chernobyl. Los problemas se acrecentaron en aquella zona del mundo tras el accidente. El alcoholismo, la pobreza, el desempleo o la drogadicción, males ya presentes en la sociedad ucraniana, se acentuaron; el desamparo de los más indefensos también.
Un sueño cumplido
El gobierno ucraniano prioriza las solicitudes de acogida internas antes de plantearse las adopciones internacionales y, ante todo, intenta que los hermanos no se separen. Ajustándose a esa norma, Irina supo que, o daba cobijo a los cuatro chicos, o su sueño de labrarles un futuro prometedor se desvanecería. Hizo caso al corazón y, desde entonces, su cara dibuja una permanente mueca de satisfacción. “No me puedo imaginar la vida sin ellos porque me hacen sentir cada día muchísimo amor y cariño”. No hay dudas.
La llegada de Artem junto a sus hermanos a su nueva casa facilitó las cosas. Su integración fue rápida. Encontraron mucha colaboración en una familia acostumbrada a la solidaridad en la que los hijos biológicos de Irina les trataron como uno más desde que llegaron. Para Igor, Viacheslav, Yuri, Iliana, Olga, Margarita y Tatiana fue todo un acontecimiento sumar cuatro hermanos más de un día para otro. Sus edades, desde la niñez a la adolescencia, también fueron determinantes.
Irina no se compadece. Sacar adelante una casa llena de niños “no es más difícil o duro”. Reconoce que el único inconveniente es que tarda más en hacer la comida o limpiar y vuelve a sonreir como si de esa forma dejara atrás el tiempo en el que su país no ayudaba a personas como ella. La situación de Ucrania ha evolucionado y percibe una prestación económica hasta que los chicos cumplan la mayoría de edad. En ese momento son libres para irse de casa pero lo habitual es que, como en cualquier familia de cualquier país, se queden hasta que se casan. Están a gusto.
Pese a las mejoras, Irina lamenta que las adopciones o las acogidas “van a más” porque, desde que el mundo es mundo, la gente sin escrúpulos no ha dejado de campar por él. El estado ucraniano implantó hace tiempo el cheque bebé. Como en el país los sueldos son muy bajos y la ayuda por recién nacido puede llegar a quintuplicar el salario mensual de un trabajador medio, se están dando casos de madres que dan a luz para cobrar la ayuda pero después abandonan a sus pequeños. No debería estar permitido, pero sucede. Es el único momento en el que a Irina se le apaga la mirada pero le dura solamente un instante. Le basta recordar el gesto de sus vecinos, una pareja con un hijo pequeño y otro de camino, que a los 28 años decidieron adoptar a otras nueve criaturas. “Es más habitual de lo que nos imaginamos”, aclara... y recupera la alegría.
Cuando habla Irina, y pese a no entenderla, todos callan a su alrededor. Otra compatriota, Anna, enamorada de Salamanca desde hace dos años, traduce sus palabras y confirma lo que todos pensamos atrapados por la mirada limpia de la mujer. Es una heroína cotidiana y su historia la punta del iceberg de otras muchas similares en un país revelado contra el destino de miles de chavales condenados por nacer en el lugar equivocado. Una nación escasa de recursos pero movida por la solidaridad. Su ejemplo ha de servir para activar la sensibilidad de los castellanos y leoneses. Las acogidas han descendido este año porque la crisis no perdona. Testimonios como el de Irina, sin embargo, nos hacen pensar que, pese a las circunstancias, cualquier cosa es posible.
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